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EL ASILO DE ANCIANOS MAS FELIZ DEL MUNDO




Actualmente trabajo en un asilo de ancianos, y lo que les voy a contar fue el inicio de la pérdida de mi "autocontrol". Tengo 25 años, me llamo Lisa; no es por presumir, pero tengo una figura bien formada, con curvas que llaman la atención. Mi piel es blanca, y mi cabello negro siempre está bien cuidado y arreglado, al igual que mi maquillaje.

Al inicio, el asilo era un lugar de calma, tan tranquilo que mi atuendo no me preocupaba, ya fueran escotes o faldas cortas. ¿Qué iba a sentir un anciano? Sus tiempos de juventud ya habían pasado, o eso creía yo.

Mis días transcurrían jugando ajedrez con ellos, sirviendo la comida a las 2 de la tarde y ayudándolos a pasear por el jardín. Todos superaban los 60 años, y la mayor parte del tiempo dormían. Era un trabajo aburrido pero fácil, en un entorno pacífico donde no éramos muchos trabajadores, ya que los ancianos no tenían más que las habituales afecciones como la diabetes o presión alta.

Una tarde, después de la comida, éramos solo cinco chicas cuidando a los ancianos durante su siesta... pero, como siempre, nada sucedía. Mis compañeras se escaparon de fiesta a tomar algo, prometiendo regresar en tres horas como máximo. Me quedé porque quería terminar de ver el programa que había dejado un abuelo que se había quedado dormido. Sin embargo, comencé a escuchar ruidos...

Era Don Justino. Me asomé discretamente a su habitación y lo encontré mirando por la ventana, observando a unas chicas que pasaban. Al intentar cerrar la puerta rápidamente, me escuchó y me llamó: - Lisa, ven pequeña. - Entré, avergonzada, y me disculpé, prometiendo guardar su secreto. Él se rió y dijo que no le importaba, confesándome que se había entretenido pensando en una de mis compañeras. No supe qué decir. Entonces, el anciano se levantó con los pantalones bajos y me pidió ayuda para subírselos, diciendo que le daba pena. Me agaché para ayudarlo, pero en ese momento, él me rozó con su intimidad, lo que me hizo apartarlo. Él me dijo que mi rostro indicaba que había disfrutado, lo cual me molestó y traté de salir, pero él se aferró a mis piernas, abrazándolas bajo mi falda. Intenté detenerlo, pero él insistió, frotando su rostro contra mí, buscando mi esencia a través de la tela.

La verdad es que aquel encuentro me causó repulsión; era un hombre mayor, con arrugas y piel flácida, pero algo en su insistencia me hizo reaccionar de una manera inesperada.

Me giró hacia la pared, y con tono amenazante, me advirtió que si decía algo, él podría denunciar a mis compañeras por beber en horas de trabajo. Dijo que hacía mucho que no se sentía tan vivo y que quería que yo disfrutara con él.

A pesar de su apariencia, había una fuerza en sus movimientos que no esperaba. Sintió mi piel, exploró mis curvas con manos expertas, y aunque intenté resistirme, algo en mí comenzó a responder.

Luego entró Don Luis, con una intención similar, y en un momento de abandono, permití que siguieran su juego. Los demás ancianos, atraídos por el ruido, se unieron a la escena, y en un impulso irracional, ofrecí mi compañía a cambio de placer, perdiendo todo el control que una vez tuve.

Al final, tuve que detenerlos para que no nos descubrieran mis compañeras al regresar, pero ahora sé cómo avivar la vitalidad de los ancianos. De vez en cuando, los dejo esperar, creando un deseo que luego satisface sus necesidades y las mías. Soy la empleada del mes, recomendada felizmente por todos los abuelos del asilo.














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