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Confesiones de una mujer casada

 



Aún sigo pensando que todo fue culpa de mi marido.

Vivimos en un barrio de clase media, un oasis de tranquilidad donde los vecinos se conocen como viejos amigos, donde la cordialidad es la norma y el respeto, la moneda de cada día, excepto por aquellos que parecen haber anclado sus almas en el kiosco frente a mi casa, como si fueran barcos de cerveza en el muelle de la tarde. Fue allí donde comenzó mi historia; yo era y soy una clienta habitual de ese comercio, ya que es el más cercano para comprar los cigarrillos que mi marido adora. Una tarde de verano, al salir con el paquete en mano, uno de esos habituales, con ojos de lobo hambriento, me abordó:
Hola, rubia, ¿no me convidas un cigarro? - Yo, cortante como siempre, me negué.
No puedo darte uno, son para mi marido - respondí sin más, y seguí mi camino, solo para escuchar cómo se mofaba a mis espaldas:
Esta rubia se hace la altanera, pero después de que la haga girar en mi mundo, verán cómo sola me compra los cigarros. - Las risas de sus amigos resonaron como un eco burlón en mis oídos. Indignada, me giré, enfrentándolo con mi mirada más desafiante:
¿Qué dijiste, idiota? ¡Voy a contárselo a mi marido! - Él, con una sonrisa de burla, respondió:
¡Ay, qué miedo! ¿Tu marido no es el herrero pequeñito? - La mofa sobre la estatura de mi marido me incendió.
¡Sí! ¡Y a pesar de su tamaño, sabe defenderse bien! Así que si sigues molestándome, tendrás que vértelas con él. - Amenacé, pero él, sin inmutarse, continuó:
Mira, enana, igual que tu marido... mejor vete a casa porque si sigues aquí, mi deseo va a desbordar y te convertiré en mi musa aquí mismo, frente a todos. - Sus amigos rieron como si fueran parte de un coro de sátiros. Furiosa, me marché, escuchando cómo decía:
¡Mira, mira! ¡Encima que tiene una silueta de diosa, la mueve como una estrella de cabaret! - Más furiosa aún, llegué a casa sin contarle nada a mi marido, sabiendo que el tipo en el kiosco era como un gigante comparado con él.

Al día siguiente, al barrer la vereda bajo un sol abrasador, con un atuendo tan rojo como una puesta de sol, los silbidos desde el kiosco me recordaron que mi vestimenta era quizás demasiado reveladora para la ocasión. Mi marido me pidió que le comprara cigarrillos, y con resignación, crucé la calle.
Hola, caperucita, ¡qué bien te queda el rojo! Quiero ser tu lobo. - Bromeó el grandulón, sin recibir respuesta de mi parte. Entré al negocio, donde Don Raúl, el dueño, siempre me atendía con amabilidad.
Hola, Julieta, ¿qué necesitas?
Cigarrillos, Raúl, los de siempre. - Y luego pregunté:
Raúl, ¿cómo aguantas a esos borrachos cada día?
Es simple, son mis mejores clientes. Además, que te digan cosas bonitas debería alegrarte, toda mujer hermosa merece ser halagada.
No me dicen cosas bonitas, Raúl, solo groserías. Y sabes que estoy casada.
Julieta, todos tenemos alguna aventura en la vida, algún día te tocará a ti.
Estás loco, Raúl - dije, y me fui, solo para encontrar al mismo tipo bloqueando la salida con su presencia.
¿Me dejas salir, idiota? - Le dije con tono desafiante.
Claro, mamita, pero antes te daré un halago... Tu silueta me cautiva. Así que, cuando cruces la calle, quiero verte caminar como una reina.
Déjame salir, grandulón molesto - lo insulté, y él me dejó pasar, pero no sin antes decir:
Vamos, quiero verte moverte con gracia. - Me detuve, lo miré y respondí:
¿Quién te crees que eres? No me das órdenes. - Él, sonriendo, sugirió:
Hagamos un trato, si caminas con elegancia, mañana te daré un beso. Si no, te dejaré en paz, ¿de acuerdo? - Noté que sus amigos grababan la escena con sus teléfonos.
Está bien, pero no pienso cambiar mi manera de caminar. - Caminé como siempre, pero sus amigos exclamaron:
¡Mira cómo se mueve con estilo! - No entendía la exageración; tal vez mi caminar era más llamativo de lo que pensaba.

Al día siguiente, no podía dejar de pensar en el grandulón. Cuando mi marido salió a comprar sus cigarrillos, me sorprendí al verlo hablando con el mismo tipo que me había acosado. Al regresar, mi marido me informó que se iría por trabajo y que dejaría a un muchacho para terminar los trabajos en el taller, el "Negro", recomendado por Don Raúl. Mi molestia fue evidente, pero mi marido no lo notó.

Esa noche, el "Negro" vino a cenar. Yo, en un acto de rebeldía, me puse una prenda que antes solo usaba para el sol, mi bikini rojo, sabiendo que eso le pondría a prueba. Al salir, mis movimientos eran como un poema en movimiento, y noté cómo sus ojos seguían cada verso de mi cuerpo.

La noche avanzó, y después de unas cervezas, mi marido me pidió que fuera a comprar más. El kiosco de Don Raúl estaba cerrado, y el "Negro" ofreció acompañarme a uno más lejano. Al caminar, él me llenó de halagos sobre mi figura, como si yo fuera una obra de arte en movimiento. Su voz era como un eco persistente en la noche, y aunque traté de ignorarlo, su presencia me despertaba una curiosidad y una emoción que no había sentido antes.

En el camino, el "Negro" me hablaba de mis movimientos como si fueran parte de una danza prohibida, sus palabras pintaban imágenes en mi mente de un baile bajo los árboles del barrio, donde cada paso era una promesa de deseo. La calle estaba vacía, casi como un escenario preparado para nosotros, y su voz, con cada palabra, me envolvía en un hechizo de curiosidad y emoción.

Cuando llegamos al kiosco, sus amigos, conocidos de mi marido, estaban allí. Al verme con el "Negro", comenzaron a especular y a hacer comentarios sobre mi relación con él, sugiriendo que yo ya no era la esposa fiel que todos creían. Sus palabras eran como una red que me atrapaba en un juego de apariencias y posibilidades.

Al regresar a casa, la tensión entre el "Negro" y yo era palpable, como si el aire mismo estuviera cargado de promesas y desafíos. La lluvia comenzó a caer, como si el cielo quisiera lavar las huellas de nuestras palabras y acciones. Me retiré a mi habitación, no a leer, sino a soñar con los días venideros, donde cada día sería una nueva página en este relato inesperado.

Los días siguientes:

Los días que siguieron fueron como vivir en un sueño febril. El "Negro" se instaló en nuestra casa, tomando el lugar de mi marido en el taller. Cada mañana, sus ojos me seguían como si yo fuera una musa errante en su propia historia. Mis días se llenaron de miradas furtivas y palabras que se sentían como caricias prohibidas.

El primer día, mientras preparaba el desayuno, él entró a la cocina con una sonrisa que prometía secretos. "Hoy el día va a ser largo sin tu marido, ¿verdad?" dijo, y su voz resonó en mis oídos como un eco de lo que podría ser. Pasé el día evitándolo, pero su presencia era como un sol que no se puede evitar.

El segundo día, me encontró en el jardín, donde estaba recogiendo flores para adornar la casa. "Estas flores no son tan hermosas como tú", susurró, y sus palabras me hicieron sentir como si estuviera en el centro de un romance de otra época. Esa noche, mientras mi marido llamaba desde su viaje, el "Negro" y yo compartimos una cerveza en el patio, con una tensión que solo podía describirse como una cuerda tensa sobre un abismo de deseos.

Al tercer día, la rutina de la casa se volvió una danza silenciosa entre nosotros. El "Negro" me enseñó a manejar algunas herramientas en el taller, sus manos guiando las mías en un ritual que parecía más íntimo que necesario. Sentí su calor y su fuerza, y por primera vez, comprendí el atractivo de la prohibición.

El cuarto día, una tormenta nos obligó a quedarnos en casa. La cercanía forzada nos llevó a conversaciones profundas, donde cada palabra era una caricia y cada silencio, una promesa. Cuando la luz de la tarde se convirtió en la oscuridad de la noche, él me miró con tal intensidad que sentí como si estuviera desnudando mi alma.

En los días siguientes, cada momento con él era un capítulo nuevo en un libro que no quería que terminara. Aunque mi corazón estaba dividido, la emoción de la aventura, de ser vista de una manera que mi marido nunca me había visto, era embriagadora.

Cuando mi marido regresó, la normalidad volvió a nuestra vida, pero una parte de mí seguía en esos días de tormenta y susurros, donde cada encuentro con el "Negro" había sido una lección sobre el deseo, la tentación y la complejidad de los corazones humanos.

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