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La chica nueva en la farmacia



Espero que les guste mi historia y es la primera vez que envío un relato, pero sentí la necesidad de hacerlo.
Me llamo Emilio, tengo 45 años, y mi vida siempre ha sido bastante rutinaria. Vivo en Belgrano, un barrio sencillo pero lleno de encanto en la ciudad de Buenos Aires, con mi esposa, Ana, y nuestros dos hijos, ya adolescentes. Mi trabajo como contador en una empresa de tamaño mediano ocupa la mayor parte de mi tiempo, pero hay una tarea que me he asignado cada quince días o al mes que, sin yo saberlo, iba a cambiar el curso de mi vida: ir a la farmacia "La Salud" a comprar los remedios para mi suegra, quien padece de hipertensión y diabetes.

La farmacia, dirigida por Marta, una mujer mayor de carácter firme pero corazón amable, siempre me recibía con una sonrisa y una breve charla sobre las novedades del barrio. Era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, con sus estanterías de madera y el olor característico a medicamentos y hierbas medicinales. Pero un día, todo cambió. Al entrar, no vi a Marta detrás del mostrador, sino a una joven de cabello oscuro y ojos expresivos que se presentó como Miriam, 28 años, casada, la nueva farmacéutica.

Desde aquel primer encuentro, sentí una atracción que no esperaba. No era solo su belleza; había algo en su manera de moverse, de hablar, una calidez y un interés genuino que no había sentido en años. Cada vez que iba a la farmacia, esperaba ansiosamente verla. Empecé a notar cómo se esforzaba por recordar cada detalle de mis pedidos, cómo su sonrisa se alargaba cuando me veía entrar, y cómo sus ojos buscaban los míos mientras hablaba.

Mis visitas se convirtieron en algo más que una obligación. Buscaba excusas para quedarme un poco más. Hablábamos del clima, de las noticias locales, de nuevos remedios. Pero con el tiempo, nuestras conversaciones se tornaron más personales. Ella compartía cosas sobre su vida; me contó que su esposo trabajaba en una empresa de tecnología, lo que le dejaba mucho tiempo libre, tiempo que antes llenaba con libros y ahora, parecía, con nuestras conversaciones.

Un día, al entregarme los medicamentos, nuestras manos se rozaron de una manera que no parecía accidental. Sentí un escalofrío, un reconocimiento mutuo de algo que estaba creciendo entre nosotros. No podía ignorar estos sentimientos, pero mi moralidad y mi vida familiar me hacían dudar. Sin embargo, la química era innegable, y empecé a buscar más razones para visitarla. Preguntaba por nuevos productos, pedía explicaciones más detalladas sobre los medicamentos, cualquier cosa que me permitiera prolongar esos momentos.

Miriam también parecía responder a esta atracción. Sus sonrisas se hacían más frecuentes, más personales, y noté cómo cambiaba su horario para coincidir con mis visitas. Un día, en el recibo de la compra, vi un pequeño corazón dibujado en la esquina, un gesto sutil pero cargado de significado. Fue entonces cuando decidí dar un paso más allá. Le pregunté si le gustaría tomar un café alguna vez, no como una cita, sino como amigos compartiendo un momento.

Ella aceptó, y así comenzaron nuestros encuentros fuera de la farmacia. Primero fueron cafés rápidos después de su turno, pero pronto se extendieron a paseos por el parque cercano, donde podíamos hablar sin interrupciones. Hablamos de nuestras vidas, de nuestros sueños, de las dificultades de nuestros matrimonios. Miriam era fascinante; su inteligencia, su manera de ver el mundo, su capacidad para entender mis sentimientos sin que yo tuviera que explicar demasiado.

Nuestra cercanía emocional comenzó a traducirse en algo físico. Recuerdo un día específico, bajo la sombra de los árboles del parque, nuestras manos se encontraron y se quedaron unidas. En ese instante, ambos supimos que había algo más allá de una simple amistad. Sin embargo, éramos conscientes de nuestras vidas, de nuestras familias. Decidimos mantener todo en secreto, disfrutar de esos momentos robados, de las risas compartidas y del consuelo de encontrarnos alguien que nos comprendía profundamente.

La vida con Ana era buena, pero con el tiempo, nuestra relación se había vuelto más de rutina que de pasión. Miriam me hacía sentir vivo, me recordaba quién era antes de que la vida adulta me absorbiera. Pero también me torturaba la culpa. Cada vez que volvía a casa, veía a Ana y a nuestros hijos, y me preguntaba si estaba siendo justo con ellos.

Nuestros encuentros se volvieron más frecuentes, aunque siempre cuidadosos. Comenzamos a explorar más de Buenos Aires juntos, visitando museos, asistiendo a conciertos pequeños, descubriendo rincones de nuestra ciudad que antes no habían significado nada para mí. Cada salida era un capítulo nuevo en nuestra historia, una historia que solo nosotros conocíamos.

Había momentos en los que me sentía como si estuviera viviendo dos vidas paralelas. La vida con Ana, llena de responsabilidades y amor familiar, y la vida con Miriam, llena de pasión, descubrimiento y una conexión que no había anticipado.

Miriam y yo nunca hablamos de dejar a nuestras parejas; era un tema tácito que ambos evitábamos. En cambio, nos enfocamos en el presente, en disfrutar del ahora, sabiendo que el futuro era incierto pero que estos momentos eran reales y valiosos.

Con el tiempo, llegué a ver a Miriam no solo como una amante, sino como una amiga, una confidente, alguien con quien podía ser yo mismo de una manera que no había experimentado en mucho tiempo. Y aunque sabía que lo que estábamos haciendo estaba rodeado de dilemas morales, no podía negar que ella había despertado algo en mí que había estado dormido.

Así que ahí estaba yo, Emilio, viviendo una vida doble, con el corazón dividido entre el deber y el deseo, entre la estabilidad de un matrimonio y la emoción de un amor prohibido. Cada visita a la farmacia, cada encuentro con Miriam, era un recordatorio de que la vida es complicada, llena de matices y decisiones que no siempre son blancas o negras. Y mientras caminaba de regreso a casa, con el sol de Buenos Aires poniéndose, sabía que, independientemente de lo que el futuro trajera, estos momentos con Miriam serían un capítulo irremplazable en mi vida.
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