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Ella Bailó con otro y al marido le gustó HISTORIAS Y RELATOS



Jorge y Carolina decidieron que esa noche sería especial. Durante las vacaciones en Chile, lejos del ajetreo y las responsabilidades, anhelaban algo distinto, algo que los desconectara de la rutina y los sumergiera en la magia del presente. Así que, al ver un pequeño salón de baile al borde de la playa, no lo pensaron dos veces. Las luces suaves del lugar, la música que flotaba en el aire y la brisa del mar que se colaba por las ventanas les prometían una velada inolvidable.

Sentados en una mesa, Jorge observaba a su esposa. Carolina, con su 1.70 de altura, su cabello largo y negro cayendo suavemente sobre sus hombros, era una presencia que llamaba la atención. Su piel morena brillaba bajo las luces del salón, y su vestido, ceñido a su cuerpo esbelto de 60 kilos, realzaba cada una de sus curvas con una gracia que solo ella podía llevar. A sus 40 años, su belleza natural seguía despertando admiración allá donde iba, pero para Jorge, esa noche había algo más. Había un aire juguetón en su manera de moverse, en la manera en que sus ojos brillaban cuando lo miraba.

Jorge, con sus 60 años, mantenía una figura que aún conservaba rastros de su juventud. Con su 1.75 de altura y 80 kilos, era un hombre de complexión media pero bien cuidado. El cabello canoso en sus sienes le daba un aire distinguido, y aunque los años habían dejado su huella en algunas arrugas en su rostro, su energía seguía siendo la de un hombre en control de sí mismo. Aquella noche, sin embargo, algo dentro de él estaba despertando, algo que no había anticipado.

En la mesa de al lado, un hombre de aspecto imponente los observaba con interés. Ricardo, de 1.85 de altura, con una musculatura bien definida que se notaba a pesar del traje que llevaba, era el tipo de hombre que no pasaba desapercibido. A sus 55 años, se mantenía en excelente forma física, con los hombros anchos y una postura que irradiaba confianza. Su cabello corto, algo gris en las sienes, contrastaba con su piel clara, y sus ojos oscuros parecían siempre analizar todo a su alrededor con una calma intrigante.

Después de una charla ligera entre las dos mesas, Ricardo, con una sonrisa que mostraba un atisbo de audacia, hizo una propuesta que Jorge no esperaba.

—Carolina, ¿me permites el honor de un baile?

Jorge sintió un pequeño escalofrío recorrer su espalda. No era celos, no exactamente. Era algo más profundo, algo que no podía nombrar. Miró a su esposa, que con una sonrisa cómplice se levantó de la mesa. Carolina tomó la mano de Ricardo, dejando que él la guiara hacia la pista de baile. A Jorge, ese simple gesto lo dejó inmóvil mientras una mezcla de emociones se arremolinaba en su pecho.

Desde su asiento, Jorge observaba a su esposa moverse con Ricardo. Los cuerpos de Carolina y Ricardo parecían flotar al ritmo de la música, en perfecta sincronía. El contraste entre la esbelta figura de su esposa y la imponente presencia de Ricardo creaba una imagen casi hipnótica. Jorge no podía apartar la vista de la manera en que la mano de Ricardo descansaba en la cintura de Carolina, cómo sus cuerpos se acercaban, se alejaban y volvían a encontrarse en un delicado vaivén. Sentía un torbellino de emociones dentro de sí. No era simple curiosidad, era una emoción más compleja, algo que comenzaba a disfrutar sin saber exactamente por qué.

La mente de Jorge empezó a divagar. Imaginaba que ese baile era más que solo una danza, era una puerta hacia algo más, algo que nunca había explorado. Sus ojos seguían cada paso de Carolina, cada giro que Ricardo la hacía dar, y con cada movimiento, algo dentro de él se encendía. Era una sensación nueva, extraña, pero adictiva. Ver a su esposa en los brazos de otro hombre, con una complicidad que no esperaba, lo hacía vibrar de una manera que no había sentido antes.

Ricardo, con una destreza natural, se inclinaba hacia Carolina, susurrándole algo al oído que la hacía reír suavemente. Jorge observaba esa intimidad desde su mesa, y aunque no podía escuchar lo que decían, su imaginación llenaba los espacios vacíos. El cabello negro de Carolina se balanceaba con cada giro, como una cascada brillante bajo las luces, mientras los hombros anchos de Ricardo ofrecían un soporte firme y seguro. Cada vez que se acercaban, Jorge sentía que el calor subía por su cuerpo. Le gustaba. No sabía por qué, pero el deseo crecía con cada mirada, con cada paso.

La canción llegó a su fin, pero la energía entre ellos tres no se había disipado. Al contrario, parecía haberse transformado en algo más palpable, algo que ninguno de los tres estaba dispuesto a ignorar. Ricardo los acompañó de vuelta a la mesa con una sonrisa tranquila, como si supiera exactamente lo que estaba ocurriendo.

—Tienes una esposa maravillosa, Jorge —dijo Ricardo, mientras le dirigía una mirada de admiración a Carolina, que aún tenía los ojos brillantes por el baile.

Jorge asintió, pero su mente seguía atrapada en la imagen de su esposa moviéndose con Ricardo. Había algo en todo aquello que lo atraía, que lo envolvía en una nube de fantasías que jamás había permitido salir a la superficie. Y entonces, casi sin pensarlo, la idea de llevar esa energía a otro lugar, de prolongar la magia de la noche, cruzó por su mente.

—Deberíamos continuar la velada en un lugar más privado, ¿no creen? —sugirió Ricardo, en un tono que dejaba entrever algo más profundo.

Carolina lo miró sorprendida, pero había una chispa en sus ojos, la misma chispa que Jorge había notado al principio de la noche. Ella estaba sintiendo lo mismo, una conexión que iba más allá de las palabras. Algo nuevo estaba floreciendo entre ellos.

—Tenemos una cabaña cerca —respondió Jorge, casi sin pensar.

El camino hacia la cabaña fue breve, pero cargado de una anticipación que hacía que el aire pareciera más denso. Cada paso que daban juntos, cada mirada, parecía un preludio de lo que estaba por venir. La luna iluminaba suavemente el sendero hacia la cabaña, creando una atmósfera de intimidad y complicidad. Cuando llegaron, Jorge abrió la puerta y dejó que los otros dos entraran primero.

El interior de la cabaña, pequeño pero acogedor, los envolvió en una calidez que contrastaba con la brisa fresca de la noche. Ricardo se acercó a Carolina con una sonrisa suave, y Jorge, de pie junto a la puerta, los observaba con una mezcla de expectación y fascinación. Pero en lugar de sentir celos, lo que sentía era una conexión más profunda con ella. Los límites de lo convencional se desdibujaban, y lo que importaba era la conexión que habían logrado esa noche.

Carolina, sin dejar de sonreír, extendió su mano hacia Jorge, invitándolo a unirse a esa experiencia compartida, una experiencia que iba más allá del simple deseo. Era un viaje emocional y físico, una exploración que los tres estaban dispuestos a emprender juntos.

La noche continuó entre risas, susurros y miradas cómplices. Ninguno de ellos sabía lo que deparaba el futuro, pero esa noche quedaría grabada en sus memorias como un momento en el que se atrevieron a romper las barreras y explorar nuevas facetas de su relación. Y mientras la luna brillaba sobre la cabaña, Jorge supo que aquella noche en Chile había marcado el comienzo de algo que ni él mismo había anticipado

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