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La cena con mi prima

Esto sucedió hace casi un par de años atrás. Mi prima, de 24 años, madre soltera de dos niños de diferentes padres, me invitó a un encuentro que cambiaría la percepción que tenía de ella. Yo, con apenas 18 años, vivía con mi madre y mi tía, la madre de mi prima. Ella había atravesado recientemente una separación dolorosa y estaba sumida en una melancolía que la llevó a organizar una noche de pizzas en su casa con algunos amigos.

No tengo mucha conexión con ella, pero por pura casualidad, estábamos juntos en mi casa cuando me extendió la invitación, pidiéndome además que la ayudara con la preparación de las pizzas. Justo cuando estaba a punto de inventar una excusa para declinar, mi madre, conocedora de mi talento culinario, me animó a ir, recordándole a mi prima lo bien que me salían las pizzas. Así que, sin más opción, acepté.

El sábado esperado llegué con la esperanza de que alguna amiga atractiva de mi prima asistiera, alimentando mis deseos adolescentes. Mi prima llevaba un vestido que, sin ser espectacular, le sentaba bien, abrazando su figura que, aunque no era perfecta, tenía una firmeza que no pasaba desapercibida.

Para mi desilusión, solo una amiga y dos chicos aparecieron. La amiga se fue temprano a bailar con su novio, y los chicos, al ver la oportunidad de evitar el taxi, también se marcharon. Quedamos solo mi prima y yo, con la casa en silencio tras haber acostado a los niños. Decidí aprovechar la situación y tomar más cerveza para hacer más llevadero lo que parecía un sábado sin remedio.

Nos quedamos hablando, bebiendo y compartiendo un porro que ella guardaba para ocasiones especiales. La conversación fluía con la facilidad de viejos amigos que se encuentran después de mucho tiempo, riéndonos de banalidades y disfrutando del momento.

Cuando anuncié mi partida cerca de las 4 de la mañana, ella me abrazó, agradeciéndome por mi compañía en un momento en que la soledad parecía su única compañera. Ese abrazo, prolongado y reconfortante, trajo a mi mente un recuerdo de una Navidad pasada, donde, bajo la influencia del alcohol, me había fijado en la belleza cruda de sus piernas. Ahora, con el alcohol y el humo de la marihuana llenando el aire, sentí una reacción en mi cuerpo que no podía ocultar bajo la tela ligera de su vestido.

El abrazo se convirtió en algo más; sus besos pasaron de la mejilla a un lugar más íntimo, cerca de mis labios. Nuestras miradas se encontraron, y sin más preámbulos, nuestros labios se unieron, primero con timidez, luego con un deseo creciente que nuestras lenguas exploraron.

Sus manos acariciaron mi cuello y nuca, mientras las mías descendieron por su espalda hasta su cintura y más allá, encontrando el contorno de su figura. Los suspiros se convirtieron en gemidos suaves, y su cuerpo se movió contra el mío en un baile silencioso de deseo.

Levanté su vestido, explorando con mis dedos la suavidad de su piel, y ella, respondiendo a mi deseo, bajó el cierre de mi pantalón, liberando la tensión que crecía entre nosotros. Pero en ese momento de éxtasis, la advertí de mi inminente clímax, y ella, pensando que quería detenerme, me aseguró con una voz llena de lujuria que no la dejara así.

La escena se transformó; ella me llevó a la mesa, y en un acto de entrega mutua, nuestros cuerpos se unieron, moviéndose con la urgencia de un deseo reprimido. Sus palabras, ahora un susurro urgente, me invitaban a unirme a ella en este tabú, y en ese momento, nos fundimos en uno.

El placer fue intenso, rápido, y cuando el momento de culminar llegó, ella tomó mi esencia en sus labios, un acto de entrega que nos dejó en un silencio compartido, abrazados en la quietud de la noche.

Después, con una sonrisa y un susurro, ella expresó su satisfacción, y en ese momento de calma, nuestro deseo se reavivó, llevándonos a un nuevo encuentro donde cada movimiento era una celebración de nuestro descubrimiento mutuo.

Nuestras noches posteriores fueron igualmente secretas y llenas de placer, pero esa es una historia para otro momento.

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